Chegou por
email. Do jornal “Vanguardia”, breve sátira à nossa maneira de ser, de,
aparentemente, fraco apego ao todo nacional, olhos postos numa distância
territorial, talvez em fuga de um solo de aspereza consabida, e da muita
divergência de tratamento, para os que nasceram em berço mais polido e os que
nasceram em colchão de palha, ansiosos de equiparação pela fortuna. Mas, nos
trambolhões sofridos ao longo da história, alguns heróis houve que pegaram nas
rédeas da nação, dentro das contingências que muitos escritores satirizaram,
tentando corrigir. E aqui estamos, sem correcção, com defeitos e virtudes, a
lembrar Pessoa, sugestão do autor do artigo espanhol, e a pensar nele
como um dos grandes génios literários do mundo, que este pequeno país pariu e
que por isso não tem a dimensão mundial de outros génios, de países de universalidade superior.
E, num contributo para a sua divulgação, cito, da sua «Mensagem», o poema “D.
Tareja”, a que pertence a referência espanhola, pelo seu tom cabalístico
de apelo a mudança, e ainda o de justificação da nossa irracionalidade - “D.
Sebastião”, revelador de tanta dessa incúria que Pessoa exalta e não
condena, mas que é condenável, quando même, como o dá a perceber o autor
espanhol:
De «Mensagem», Primeira
Parte - Brasão - II Os Castelos:
QUARTO: / D. TAREJA
As nações todas são
mistérios.
Cada uma é todo o
mundo a sós.
Ó mãe de reis e avó
de impérios.
Vela por nós!
Teu seio augusto
amamentou
Com bruta e natural
certeza
O que, imprevisto,
Deus fadou.
Por ele reza!
Dê tua prece outro
destino
A quem fadou o
instinto teu!
O homem que foi o
teu menino
Envelheceu.
Mas todo vivo é
eterno infante
Onde estás e não há
o dia.
No antigo seio,
vigilante,
De novo o cria!
24-9-1928
De «Mensagem», Primeira
Parte - Brasão, III - As QUINAS :
Quinta: / D. SEBASTIÃO, REI DE PORTUGAL
Louco, sim, louco,
porque quis grandeza
Qual a Sorte a não
dá.
Não coube em mim
minha certeza;
Por isso onde o
areal está
Ficou meu ser que
houve, não o que há.
Minha loucura,
outros que me a tomem
Com o que nela ia.
Sem a loucura que é
o homem
Mais que a besta
sadia,
Cadáver adiado que procria?
20-2-1933
«A los españoles se les olvida Portugal. Claro que saben qué es y dónde está, pero se les
olvida. A los portugueses a veces también se les olvida España, pero no tanto.
Cuando se construye una nacionalidad, hay que desconocer un poco los demás
países, sobre todo los más cercanos. Pessoa lo dijo muy bien: "Todas las
naciones son misterios. Cada una es el mundo entero a solas". Los pocos
textos que los diarios españoles dedicarán a las elecciones legislativas
portuguesas del 27 de septiembre no cambiarán esta situación. Los nombres de
los políticos lusitanos sonarán rarísimos a los pocos lectores que no se salten
la noticia. Y todo volverá al olvido de siempre.
No obstante, cada vez más españoles se enamoran de
Portugal y se adentran en el misterio portugués. Lo primero que comprenden es que se trata de un país apasionado por
las distancias. Cuando se está en Portugal no se está en Portugal, sino más
bien en el prólogo de algo que se continúa en América, en África, en Asia y en
el más lejano Oriente. El destino del país vecino es el viaje: se trata
de una cultura que se busca a sí misma en el más allá. La consecuencia es que
Portugal se descentra, se transfiere para su periferia. Y después pasa que uno
se encuentra en Lisboa con una ciudad que es un hueco de nostalgias.
Este culto de la distancia se refleja también en pequeños
detalles de la vida cotidiana. Al portugués no le gusta, por lo general,
convivir en la calle. Lo hace en la lejanía de las casas particulares. El
primer contacto entre las personas adultas casi nunca empieza por el tú, sino
por el usted. Hay amigos de muchos años y de férreas solidaridades que jamás se
han tuteado. Siempre la distancia, aunque sea la distancia social de un tratamiento.
Y en las cafeterías las mesas individuales se imponen a la barra
multitudinaria.
Quizás por todo esto al portugués, cuando llega a España,
le parece que las personas están hablando a voces y que las cosas se han
acercado peligrosamente a su cuerpo. Para los lusitanos, que son seres
soñadores y muy virtuales, visitar España es como darse un buen masaje de
realidades. Entretenido con esta dimensión erótica de la hispanidad, el
portugués suele olvidar el laberinto de culturas y nacionalidades que constituye
una de las riquezas y uno de los problemas de España.
Piensan muchos españoles que Portugal es un país de
pobres y se equivocan redondamente. Portugal es un país de ricos pobres, lo que
es muy distinto. La nación
vecina tiene, para quien la conoce bien, ese encanto polvoriento de las
familias aristocráticas venidas a menos. Aunque su exterior pueda ser
menesteroso, la mentalidad portuguesa es la de un rico. Pocos países habrán
despilfarrado tanto. Pocos países se han relacionado con su economía, a lo
largo de los siglos, de un modo tan perdulario. El rey Juan V, monarca de la
primera mitad del siglo XVIII, envió al papa Clemente XI una embajada
memorable, cuyos carruajes increíblemente lujosos se pueden visitar aún hoy en
día en el Museu Nacional dos Coches. Al monasterio de Mafra, obra millonaria
que fue uno de los símbolos de su reinado, le puso dos carillones porque uno le
pareció barato.
Quizás el origen de todo esto sea la época
espléndida de la expansión marítima y del imperio, los siglos XV y XVI, en que
Portugal, entrando en contacto con otros mundos del mundo, se perfiló como una
novela de ensueño, inventando el realismo mágico antes de que fuera inventado.
Lisboa se transformó en una ciudad muy rica: una "orgía de
mercaderes", en palabras del historiador Oliveira Martins. En El burlador
de Sevilla,se cuenta que existían comerciantes lisboetas que medían el dinero
en fanegas, como se medía el trigo, porque no había tiempo ni paciencia para
contar monedas. En los pisos bajos del Palacio Real se situaba la Casa de la
India, que controlaba el comercio imperial. Y en el estuario del Tajo podían
verse más de 500 naves ancladas, venidas del mundo entero. Lisboa era en
aquella época lo que Nueva York está dejando de ser para que Shangai empiece a
serlo.
Al español le cuesta entender que el
indigente portugués tenga una mentalidad tan aristocrática, pero así es, más
por timidez que por orgullo. Resulta curioso comprobar que los lusitanos han
sustituido los títulos nobiliarios por títulos académicos. A los licenciados se
les trata socialmente de doctor y a los doctorados de profesor doctor, y en
estas palabras hay como un eco de antiguos tratamientos de señor conde o señor
marqués.
Por lo demás, el portugués es muy barroco. Le gustan los detalles, no las estructuras. Aprecia,
en todo, el talento decorativo. En un restaurante, el filete de ternera se
sirve con patatas, arroz y verduras: el filete es pequeño, pero notable su
séquito gastronómico. En España, los filetes de ternera son grandes y vienen
con patatas fritas. Amante de las distancias y de los ensueños, perdulario y
barroco, el lusitano es además muy individualista, lo que conlleva una cierta
desorganización. Portugal transmite una suave impresión de caos, parecida a
la que uno siente en una tienda de antigüedades. En España reina una
mentalidad más geométrica, más germánica, quizás recuerdo del esplendor alemán
de los Austrias.
La historia no basta para explicar esta manera de ser tan
encantadora cuanto, a veces, exasperante. Portugal nació en el siglo XII, fruto de la ambición de una familia
francesa (el primer rey portugués, Alfonso Henríquez, es hijo de un aristócrata
borgoñés), que se apoyó en la nobleza que existía entre los ríos Duero y Miño.
En el remolino político de la reconquista nació este pequeño Estado, que en un
principio intentó crecer hacia el norte, hacia territorio gallego, formando la
unión lógica del noroeste peninsular. Pero la historia no es lógica, aunque
pueda ser comprensible: fracasando en su aventura gallega, la expansión del
nuevo reino se hará hacia el sur. Galicia y Portugal, que básicamente son lo
mismo en lo que respecta a sus raíces, se separaron para siempre, y la
especificidad portuguesa se desarrolló a partir de la fusión de su raíz galaica
con las culturas árabes y semíticas meridionales.
En 1385, con la victoria de Aljubarrota sobre
los ejércitos castellanos, Portugal se aleja de la unión peninsular y, pocos
años después, con la conquista de Ceuta, en 1415, se lanza a su aventura
marítima. En menos de cien años, este país construye el primer imperio de
dimensión mundial, con posesiones en América, África, Asia y Extremo Oriente.
En realidad, es el primer imperio global, muy frágil por supuesto, pero el
imperio español y el francés, el glorioso imperio británico y el actual imperio
virtual norteamericano son una continuación de este primer boceto portugués. A
partir de aquí, Portugal vive en la esquizofrenia de ser una pequeña nación que
ha llevado a cabo grandes cosas: el portugués actual es un enano cuyos abuelos resulta
que eran unos colosos.
Desde el siglo XVIII hasta la actualidad, la
cultura portuguesa, consciente de su decadencia, ha vivido marcada por la
obsesión mimética de lograr parecerse a los grandes países occidentales: la
misma obsesión que existió en España, pero en el caso español esta manía
imitadora se equilibraba con el amor hacia la pandereta y hacia todo lo
castizo. En Portugal, casi no existe este orgullo nacional. El portugués ama
demasiado lo extranjero. Las películas en otros idiomas siempre se han
subtitulado. Por el contrario, España no es país de subtítulos, sino de
doblajes.
¿Cuáles son los retos actuales de la
portugalidad? El lector ya se ha dado cuenta de que, en realidad, Portugal
es un país inviable. Siempre lo ha sido. No posee una individualidad
geográfica; sus raíces más profundas las comparte con Galicia; su propio idioma
es una evolución, una mundialización del gallego. La independencia portuguesa
hay que crearla todos los días. Por eso, ser portugués cansa muchísimo. Se
puede ser alemán, británico o francés tranquilamente, pero sólo se puede ser
portugués en la intranquilidad. Sin personalidad geográfica específica, los
portugueses tuvieron que labrarse un territorio propio en la mar. Es con
prodigios de este tipo que la portugalidad se ha ido construyendo. Cuando una
pequeña nación se decide por un destino separado, rápidamente descubre que
tiene que reinventar su independencia en cada nuevo día de su historia.
La identidad portuguesa se fragua en este
estado espiritual de vivir en la perpetua invención de su individualidad. Esto
lo explicó muy bien Fernando Pessoa en Mensagem: el portugués es un militante
de la imposibilidad. De su imposibilidad. Ser portugués constituye, en el
fondo, una forma de heroísmo. En un occidente laico y hedonista, la sociedad
portuguesa tiene alguna dificultad en aceptar el extraño sacrificio que
conlleva la identidad lusitana. Y aquí se abre una paradoja: uno de los
problemas del Portugal del último siglo ha sido su exceso de felicidad. La
última invasión extranjera ocurrió en 1807; la última guerra civil se concluyó
en 1834. Después de esto, las grandes catástrofes han ocurrido a lo lejos, como
si fueran sueños. A lo largo del siglo XX, Portugal fue un país lunar. Y la
nación se ha dormido.
El Portugal actual no sabe por dónde tirar.
No sabe cómo despertar. Pero este problema, que parecía ser específicamente
portugués, se ha visto que, al final, es de todo el mundo occidental. Quizás a
causa de la fragilidad de su economía, Portugal sintió primero los síntomas de
una crisis que es de todos. Efectivamente, la Península Ibérica constituye un
lugar profético. Profética fue nuestra relación con el mundo árabe, a partir
del 711: un anuncio de la tensión que marca, aún en la actualidad, las
relaciones entre las naciones occidentales y el islam. Profética fue también
nuestra expansión colonial: un bosquejo de la actual globalización. Profética fue
en fin la guerra civil de España. Quizás esta capacidad de profecía ocurra
porque llegan aquí primero las pateras de la historia. En el callejón sin
salida que es el presente de Occidente, Portugal se siente, por decirlo de
alguna manera, en su ambiente. El futuro que no tenemos hoy los occidentales es
el futuro que Portugal siempre ha tenido. Y puede que la capacidad de inventar
y de inventarse de los lusitanos sea una de las llaves del porvenir.
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